ABCdario / DOÑA MARÍA, LA “MORRALERA”

Por Víctor Octavio García

 

En mis primeros viajes e imprecisiones de La Paz, 1962-1963, vagamente recuerdo haber conocido una señora de nombre María, de familia de pescadores que vendía perlas, un poco más pequeñas que un grano de chícharo, nunca me dio por saber su apellido, era amiga de mi abuela con quien había coincidido en Isla Margarita durante de II Guerra Mundial, era del Esterito, seguido visitaba a mi abuela, le llevaba pescado seco de mantarraya y angelito, en ocasiones caguama, recuerdo que en varias ocasiones nos enseñó puños de perlas que traía en un paliacate (paño) que le vendía al Toño Ruffo, en La Perla de La Paz, era el único que se las compraba, una señora muy humilde que aún conservaba rasgos de ver sido muy guapa en sus tiempos, de piel cobriza, con el tiempo deduje que muy probablemente era de origen yaqui o seri.

En ese tiempo viajar desde mi tierra, Caduaño, a La Paz, era una odisea no exenta  de intrépidas aventuras; mi papá tenía un automóvil Ford 1951 de cuatro puertas, estándar, en ese tiempo no se conocían los carros automáticos, tenía los cambios en la barra del volante, lo habíamos bautizado como el “Taconazo” porque estaba de moda el “Piporro” -Eulalio González Ramírez-, autor también de una célebre expresión que en lo personal me gusta y la utilizo mucho; “Pa´ qué me sacas pistola si con una cachetada tengo”; realizar el viaje nos llevaba 12 horas o más dependiendo como estuviese el camino y el desempeño del carro, era obligado subir en la cajuela un mecate resistente, pala, talacho, hacha y un machete, bastante agua para el carro y para tomar, en ese tiempo no se conocía el hielo, al menos en mi tierra, mi mamá preparaba burritos de machaca, frijol con queso envueltos en una servilleta de trapo y café que traía en un termo, la primera parada técnica la hacíamos con don Antonio Ruiz Yeriz, en Buenos Aires, donde descansábamos, tomábamos agua, café y en ocasiones nos invitaban a comer, mi papá había conocido a don Antonio Ruiz Yeriz en uno los muchos viajes que hizo con Fabián Ojeda, de quien era amigo, la segunda “parada técnica” era en San Bartolo con el Chito Cosio, amigo de mi papá, donde recargaba gasolina y taqueamos y desde ahí hasta La Paz, en la cajuela del carro era indispensable traer parches para las cámaras de las llantas -recuerdo que se llamaban camello- espátulas, gato y un bomba para echar aire, donde se ponchaba forzosamente había que arreglar la llanta.

La Paz era una ciudad chica, apenas distinguible de un rancho grande, nosotros vivíamos y aún vivimos sobre la calle Isabel La Católica, que solo estaba pavimentada hasta la 5 de mayo, la mancha urbana apenas sobrepasaba dos o tres cuadros arriba de la 5 de mayo, había muchos solares baldíos, las casas o edificios de dos pisos eran raros, fue en ese tiempo cuando conocí a doña María, la vendedora de perlas, después me enteré de viva voz de mi abuela, que el papá y los abuelos de doña María trabajaron muchos años en las armadas que explotaban placeres, algunos familiares de ella lo seguían haciendo en La Punta del Mechudo, al norte de isla Cerralvo y cerca de “La Aguada” en isla San José, sus antepasados habían aprendido el oficio cuando don Gastón Vives cultivaba perlas en isla Espíritu Santo.

Cuando doña María llevaba las perlas a vender al Toño Ruffo las traía en envueltas en un paliacate (paño), me tocó ver y tentarlas varias veces; del tamaño de un grano de chícharo o más chicas, color gris, rústicas, no estaban trabajadas, nunca vi que trajera más de diez placeres, siempre tres, cinco o siete perlitas; mi abuela me decía que se las pagaban muy bien, nunca me enteré cómo las pesaban y en base a qué le ponían el precio, murió mi abuela en 2005 y nunca le pregunte aquellos misterios que hoy revolotean en mi cabeza; a mi abuela le regaló un par de perlas, chicas desde luego, que mandó incrustarlas en un anillo y en una cadena, dónde quedaron, ese es otro misterio, como misterio sigue siendo para mí saber qué pasó con las dos monedas de oro de 2.50 pesos cada uno, cinco pesos oro que me regaló, las conserve durante mucho tiempo como otras monedas antiguas que aún tengo hasta que un día me las pidió y se las di; por fortuna siempre he contado con una mente privilegiada, ya por mí misma forma de ser que me detengo a observar el más mínimo detalle, buscarle una razón de ser a las cosas, intuición que traigo de nacencia, de no ser por este bendito don que Dios me regaló, difícilmente les compartiría recuerdos de hace 59 o 60 años. ¡Qué Tal!.

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