Por Alejandro Barañano
Los resultados de las elecciones del domingo pasado han provocado un torrente de análisis para dilucidar su significado y sus consecuencias, sobre todo para interpretar si los ciudadanos guiaron su decisión por los nombres en la boleta, por los postulados de los partidos políticos o por su opinión sobre el Presidente de la República, por lo que valdría la pena considerar una hipótesis: Se está volviendo costumbre producir alternancias por parte de los votantes.
A lo mejor debido al largo periodo de autoritarismo que vivió el país, o al creciente cinismo de algunos gobernantes –o ambas cosas–, los ciudadanos tienen muy poca paciencia y frecuentemente usan su sufragio para sacar del poder a tal o cual partido, por lo que el día de los comicios se está convertido en el momento de cobrar a los políticos todas las facturas reales o imaginarias que se tengan.
Veamos lo que ha sucedido a nivel nacional: De las últimas cuatro elecciones presidenciales la mayoría de los votantes sólo ha optado por el partido gobernante en una ocasión, y lo hizo por apenas 243 mil votos.
Ahora bien, incluyendo las elecciones del domingo pasado, sólo quedan cuatro entidades federativas que no han experimentado el cambio político en la gubernatura: Coahuila, Estado de México, Guanajuato e Hidalgo. Y hay once estados que han tenido tres o más alternancias en el Ejecutivo local durante ese periodo: Aguascalientes, Baja California Sur, Chiapas, Guerrero, Michoacán, Morelos, Nayarit, Sinaloa, Sonora, Tlaxcala y Yucatán.
El pasado domingo, de los 15 estados que tuvieron elección de gobernador, tres –Baja California, Chihuahua y Querétaro—no votaron mayoritariamente por un cambio de partido.
Pero entre la docena de estados que optaron por la alternancia, hay varios en los que esto se ha vuelto la norma. Por ejemplo Sonora, Sinaloa y Michoacán, cuyo electorado ha votado por cambiar de partido gobernante en las tres elecciones más recientes. O Nayarit y Tlaxcala, que han hecho lo mismo en cuatro de las de las últimas cinco ocasiones. No hay que olvidar a Guerrero que ha sucedido lo mismo en tres de las últimas cuatro. O Baja California Sur, en tres de las últimas cinco.
Aunque la proclividad de echar fuera a los partidos gobernantes habla de la falta de continuidad de programas gubernamentales, también es un testimonio de la libertad con la que se ha ejercido el sufragio en México –pese a toda la retórica en contrario– desde que los organismos electorales se independizaron de los poderes públicos.
Por eso, es un error decir que las elecciones del domingo pasado fueron algo excepcional. No es cierto.
Y lo digo porque antes de 1998, cuando ya funcionaban plenamente el Instituto Federal Electoral –hoy Instituto Nacional Electoral– junto con los institutos electorales estatales, las alternancias eran escasas. No se había dado una sola vez un cambio de partido en la Presidencia y apenas en un puñado de ocasiones en gubernaturas: Baja California en 1989: Chihuahua en 1992: Guanajuato y Jalisco en 1995; Querétaro y Nuevo León en 1997 y el Distrito Federal ahora conocida como Ciudad de México también en el año de 1997.
Y aunque en la actualidad quedan estados que nunca han tenido un gobernador que no sea del PRI, se trata de un grupo en proceso de extinción: Estado de México, Hidalgo y Coahuila. A juzgar por los resultados preliminares de las elecciones del domingo, dos entidades saldrán pronto de esa lista: Campeche y Colima. Tiempo al tiempo.
Como se puede apreciar la alternancia se ha vuelto el signo en las elecciones mexicanas. Ahora se dice que Morena es el gran ganador de las más recientes elecciones para gobernador, pero: ¿Quién quita que en la próxima vuelta no sea sustituido también?
Por eso creo que el primer nivel de análisis sobre lo sucedido en la elección del pasado 6 de junio debe considerarse que el electorado es implacable con los partidos gobernantes. Y es que otorgarle un periodo consecutivo al gobierno en turnose está volviendo toda una rareza; por lo que mejor quien esto escribe seguirá BALCONEANDO. . .